Dos objetivos diferenciados y, en cierta medida, contrapuestos: maximizar la calidad de la docencia; maximizar los resultados de la investigación. Para poder resolver qué atención se le otorga a cada elemento es necesario ponerlos en una métrica común. Hace tiempo que se inventó una: dinero.
Dos soluciones diferenciadas según quién resuelva el problema de optimización. El gestor universitario ve ingresos en la docencia. Atraer alumnos lleva detrás tasas y dinero que aporta la Comunidad. La investigación, para el gestor, es prestigio, que sólo tangencialmente aumenta los ingresos. Tanto es así, que desde los rectorados se presiona para que se aumente el número de alumnos admitidos por parte de aquellas carreras que dejan mayores márgenes de beneficio.
Para el profesor/investigador, la solución también es clara, si bien distinta. La calidad docente no da de comer. El número de alumnos de tus asignaturas es indiferente. Si ya eres de los funcionarios, da igual que ya a nadie le interese lo que tú ofreces. Por eso, en las carreras cuya demanda ha caído, no ha habido una reacción de márketing por parte de los profesores. Sin embargo, los resultados de la investigación sí tienen consecuencias: permiten progresar en la carrera universitaria (descontando la corrupción en la asignación de plazas).
Por suerte, es falso que la escala a la que se transforme todo sea económica. La escala para la asignación de recursos es la de 'satisfacción vital'. Muchos profesores en la universidad pueden pasarse horas preparando sus clases, atendiendo alumnos o corrigiendo prácticas. El problema ante esto es doble: el reconocimiento es escaso; queda sujeto a la buena voluntad de la gente. Los escenarios en los que la búsqueda de la excelencia es algo opcional y sin consecuencias llevan, claro, a no ser excelentes.
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